miércoles, 26 de abril de 2017

Sobre August y su mundo entintado


Wonder               Charlotte tiene la palabra,  de R. J. Palacio (Nube de Tinta, 2016)









Historia de chica sobre sus historias de chicas, sobre su vida de chica. ¿Visión sesgada o simplemente apegada a la realidad? En los institutos creemos con firmeza en lo sano de reunir a los dos sexos. Sin duda lo es. Y luego, ellos y ellas hacen y deshacen a su antojo. Coinciden cuando les da la gana y en la medida en que lo consideran de interés. Muchos ellos por un lado. Muchas ellas por el suyo. Chispas de la sana mezcla que desearíamos, pero por supuesto, mucho menos de lo que esperaríamos. Y la cosa va tirando.

No nos engañemos. Una sociedad sexista produce comportamientos sexistas. Se casan los gays, pero el insulto favorito en los patios de recreo continúa siendo “maricón”. Las mujeres van luchando por lograr la igualdad, pero seguimos teniendo cuatro veces más chicos delegados de curso. Y mientras las chicas populares reciben la valoración de guarras, los chicos que lo son en su medida equivalente, se les eleva a la categoría de héroes y líderes del gallinero. Triste. Real.

Charlotte. August está, pero no está. No en su historia. No es su historia, es la de ella. Reconoce haber sido simpática con él, a petición del adulto, del director. No buena, como lo es Summer, buena y ya está, con el niño deforme. Una Summer a la que con esta nueva entrega de la saga conocemos más, mejor, en profundidad, desde los ojos de Charlotte, de otra manera, desde la camaradería de tres niñas radicalmente distintas, unidas por el amor al baile y al género musical.







La Charlotte, princesita de papá. La Charlotte que se desliza hacia una pubertad desatada, pero que todavía añora sus querencias infantiles. Esa Charlotte ni muy mala, ni muy buena. La Charlotte solidaria que recoge abrigos. La Charlotte humana que se preocupa por el cantante callejero que desaparece de repente de su esquina. La Charlotte aterrada por el qué dirán, la superficial, la criticona, la imperfecta. Todas ellas, que se acumulan para constituir a un ser imperfecto, imperfecto como cualquiera, con matices, con esquinas y rugosidades, lo mismo que ocurre con una persona de verdad.

Es cierto, me gustó mucho más La lección de August. Pero, ¡cómo la complementa! Puede resultarme desconcertante que una autora muestre la existencia insustancial de una niña infantiloide y muy a menudo, irritantemente ñoña. Claro, Summer, la hippy, la valiente, la independiente, esa es la modélica, la que no empaña nuestra visión sobre lo que debe ser una mujer. Y sin embargo, hay muchas más Charlotte por el mundo, en infinitas versiones de Charlotte, que chicas Summer.

Y ahí está el profundo acierto de R. J. Palacio. La autora de las iniciales, la del apellido sonoramente hispano. Una de esas nuevas yanquis. ¿Han caído en la cuenta de que las protagonistas de las series americanas, de las películas taquilleras, ya no son casi todas rubias, ni ostentosamente rubias. ¡Hacia un mundo globalizado con menos rubias, con Barbies negras, chicanas, indias, mulatas, mestizas! O mejor todavía, ¡hacia un mundo sin Barbies!

R. J. Palacio el otro día estaba en Barcelona. Podría haber firmado para mí y mis chicos uno de sus libros. La supongo de gira por Europa. No llego a ese grado de fanatismo literario. Me lamento más de no haber tenido ocasión de que Ignacio Martínez de Pisón no me rubricara su más reciente obra, Derecho natural, que estoy deseando leer. R. J. Palacio. La escritora que se atreve a decir en voz alta que nos hartamos de usar palabras que los niños no entienden, la novelista que tiene la convicción necesaria para estructurar su trama en capítulos breves porque se acercan al mundo adolescente de los impulsos múltiples, de los toques y de los momentos, de la intensidad y de la autenticidad. Por eso sus diálogos son tan vivos, frescos, creíbles, porque se producen entre niños, no entre niños con la voz del autor adulto y con sus palabras y su discurso.

Me parece que no me voy a resistir. Leeré alguna otra más de las entregas de esta saga, Wonder, entrañable y valiente. Me apetece más de ese mundo de August.









martes, 25 de abril de 2017

Libros mediocres, libros que decepcionan, libros malos. Para apreciar mejor los intensos, los principales, los excelentes


Empezaré con el rematadamente malo. Literati, de Barry McCrea (Destino, 2006). Asombra el hecho de su mera publicación. Resulta penoso el transcurso de una historia que apenas tiene nada, salvo un punto de partida ingenioso.





Podría pasar por una BildungsRoman, pero permanece muy lejos de cualquier cosa que se le parezca. Niño pijo de la “Ribiera irlandesa” (sic), vamos, de las zonas residenciales más acomodadas del gran Dublín, se enfrenta a la capital diversa y multicultural que se le ha escamoteado en su querido barrio. Negratas y pakis, maricas y bolleras desarmarizados. De acuerdo, el choque es tremendo. Parece que va a dar más de sí. No lo hace.

El autor, uno de esos “Literati” del título, uno de esos gafapastas de por aquí y de por estos tiempos, igual de pedante y con parecido subidón de autoestima al que de forma crónica están suscritos tantos intelectualillos vacuos que abarrotan el mundo académico de todos los países, no sabe muy bien por dónde tirar. Desde el principio. Hasta el final.

El autor acierta con esa anécdota inicial que no sabe desarrollar. Una tenebrosa trama de “illuminati” de los libros, un grupúsculo con apariencia de secta que descubre la manera de leer el futuro utilizando la lectura “libre” de fragmentos al azar de los libros de una biblioteca cualquiera. Acierta todavía más al retratar el submundo de los bares de ambiente homosexual, pero ni profundiza en esto último, ni sabe encarar lo supuestamente esotérico de las correrías de unos personajes desdibujados y anodinos. Lamentable.


Y saltaré a los libros que valen la pena. El resto de la clasificación, elijan entre los calificativos del epígrafe de esta entrada, la dejo para quienes los lean.


Balkan blues, de Petros Márkaris (Ediciones B, 2012). Mi segunda incursión en poco tiempo en la literatura escrita por narradores griegos. Se trata en esta ocasión de uno de los más felicitados autores del género negro y policiaco. Una colección de nueve relatos que anuncian y predicen el caos que vendría enseguida, muy poco tiempo transcurrido tras la redacción de esta obra, en el país helénico.






La Atenas de las Olimpiadas del despilfarro. La capital de los inmigrantes entre barreras, entre límites. La ciudad de los fastos, de la corrupción, del crimen organizado. Lo sórdido y lo grotesco, como en la mejor tradición de los clásicos menos honorables. Las peripecias de personas y un mundo que se ahoga en su propia respiración. Relatos breves, intensos. Pelín broncos, adustos. No muy atractivos. No fascinan. Sí convencen.


Continúo con ¡Llegaron!, de Fernando Vallejo (Alfaguara, 2015). El autor incómodo, el colombiano al que “marcharon” a México. Con otra extravagante, a menudo indigesta, casi patológica, desnortada obra; inclasificable en cuanto al género, indómita como él, genio y figura. Me impresionó ya con La puta de Babilonia (Seix Barral, 2009), demoledora y merecidísima crítica a la Iglesia Católica, ¡qué a gusto se queda uno cuando ve en letras de imprenta semejante cascada de pescozones a una institución radicalmente implicada en lo peor (también en lo mejor, pero de eso ya se encargan otros de pontificar) de lo que es capaz el ser humano! Señor Vallejo, cómo se lo agradezco.






Ahora se va a cebar con la familia, con esa otra institución, que como dice un buen amigo, es “escuela de enfermedad”. Tampoco va a ahorrar en calificativos. Mordaz, hiriente, desagradable, chusco. Repele, atrae, desborda, resulta humorístico, desprende ironía y resentimiento. Descoloca. ¿Qué tenemos después de todo en las manos? Si tan solo fuera un ajuste de cuentas con los dichosos, y menos dichosos, miembros –y “miembras”- de su consanguineidad; si se quedara en un surrealista y atrabiliario recuento de anécdotas, chascarrillos, dimes y diretes; si tan apenas fuera más que eso, no tendría el impacto que tiene en el lector.

Vallejo, para despreciarlo o enaltecerlo. Nunca el punto medio, nunca la tranquila balsa de la burguesa puta en su sudario final. Nunca.


Nos acercamos a lo sublime. Llegan las autoras. Ellas. Las que durante siglos fueron reprimidas, silenciadas, analfabetizadas, reducidas a lo animal, no, peor, eso es digno, a objetos de sumisión. Y resistieron. ¡Vaya si resistieron!


Extraños en un tren, de Patricia Highsmith (El País, 2004). Léanla. Sumérjanse en la serie negra elevada a lo extraordinario, a la lectura analítica, descarnada, brutal por directa, pura psicología de manual, y sociología, y el detalle de los diálogos, en su filología primigenia de los prejuicios, de la cultura subyacente, de la educación imbuida, de los temores fundamentales del ser humano. La literatura en estado de gracia.






La escritora que construye dos personajes varones que desmenuza a su antojo, verdaderos estandartes de la humanidad, poesía de la mediocre soledad de los instintos, entereza falsa de los rumores, grotesca rotundidad de lo que se construye desde los hábitos, desde la ciudadanía más hipócrita, superficial y verdadera. No puede ser más dura. Personajes, sociedad, mitos y reglas de conducta, arquitectura efímera y vulgar, todo pura abyección.

Al pasar las páginas nos asombra que la obra no fuera inmediatamente prohibida por ese país puritano en el que se criaron los votantes de payaso Trump. Sus patéticas muecas se ven dramáticamente reflejadas en las asfixiantes calles de la novela, en los encuentros sin rumbo, en la sucesión de escenas de un guiñol mareante en el que dos monigotes alucinados intentan, tan siquiera pretenden, manejarse como dueños de sus destinos.

Lean la carga erótica. Dos hombres que disimulan. Dos peleles que tienen sus roles, los que han asumido y los que les imponen. Reconozcan la carga insoportable de la homofobia interiorizada. Asuman que el asco de una relación destructiva, autodestructiva, infligidora de daños a los que rodean, a todos, a los inocentes o a los que nunca lo han sido, ese cargamento que pesa para hundir cualquier barco, no deja títere sin cabeza.


Last, but not least, nunca mejor dicho, la obra maestra, si es que la anterior no lo es también. Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, en traducción magnífica nada menos que de Carmen Martín Gaite (Alba, 2014). Temo no estar a la altura del momento. A la altura de lo que significaron las Brontë (con ganas ahora, después de este encuentro admirable, de revisar atentamente Jane Eyre, de Charlotte; así como de descubrir Agnes Grey y La inquilina de Wildfell Hall, de la, para mí, hasta hace muy poco absolutamente desconocida Anne).







¿De dónde sacaron las fuerzas estas tres mujeres extraordinarias? Emily parece ser la más salvaje de las tres. No desmerece de ello su libro. Lo que sus contemporáneos podían pensar al leerlo creo que se nos escapa por completo. Si todavía asombra la libertad con la que se enfrenta a personajes y situaciones, en la época, y en cuanto se enteraron de la autoría femenina, el escándalo tuvo que ser mayúsculo.

Una mujer que se atrevía a poner una palabra tras otra para reflejar unas relaciones endogámicas y viciadas, en una Inglaterra profundísima y detestable, húmeda y pegajosa, de restricciones, de querencias poco sólidas, de una fe superficial e hipócrita, de unos requerimientos morales insostenibles por vacíos, incomprensiblemente en pie, mientras el Imperio se batía para conseguir la supremacía por encima de ese bastidor de cartón.

Sin maquillaje. Sin costuras. Como la poesía ruda y desvalida de la propia novelista. Y pensar que las tres hermanas primero se inventaron un mundo de fantasía, idealizado y protector. Para enfrentarlo con las sombras de ese otro en el que realmente vivían y padecían, en el de los frufrús de sus vestidos largos, en el de las neumonías y la tuberculosis, la falta de higiene y la escasa alimentación, en el de las apariencias y los demonios naturalizados, en el de su entorno, en el único que realmente conocían.

Y hubo algunos que pensaron que las mujeres no tenían nada que contar (lamentablemente los hay, ciegos y sordos, burros con orejeras, que continúan sosteniendo que lo que puedan contar las mujeres solo a ellas puede interesar), altos jerarcas de la cultura que argumentaban sin pudor que las hembras no sabrían contarlo.

Bastó con que un padre recto y consecuente con sus propias creencias, otorgara a sus tres hijas el acceso a las letras y a las lecturas. Lo demás vino con su talento natural. Solo puedo imaginarme (y disfrutar con) esa escena gloriosa de tres muchachas escribiendo sus ingentes obras en la cotidiana salita de su casita pequeñoburguesa.

En esa Inglaterra en la que la persecución a los homosexuales creó a gigantes como Wilde, o un huraño machismo a creadoras y predecesoras de otras tantas, como nuestras autoras, pero también a Jane Austen o Mary Shelley. Mujeres con el apellido del marido, escribiendo tan bien o mejor que él. Mujeres publicando con seudónimo masculino, y escribiendo mejor que tantos varones.

Libros. Libres.





martes, 13 de diciembre de 2016

Despertar el relato, elevar la memoria a un homenaje


Nadie duda de la importancia de recordar, ni siquiera los cínicos desmemoriados de la ultraderecha de este estrambótico país nuestro, pero ellos a generales sanguinarios y cuñadísimos. Y además, uso convencido la fórmula, considero oportuno reivindicar un patriotismo que no sea patriotero, el de ellos, pues España no es patrimonio de los de la banderita omnipresente, y mucho menos de los del aguilucho.

Por España, por una tierra mejor para todos y cada uno, murieron un número desgarradoramente grande de idealistas y personas coherentes. Se les machacó en cárceles infames y se les dio el paseo, curas de mal agüero insultaron su dignidad, personajes de repugnante apego al poder y al abuso de autoridad se estiraron de sus bigotillos para alcanzar la cota máxima de desprecio al vencido. ¿Y por qué tendríamos que olvidar? Ni lo hacemos, ni lo vamos a hacer.

¡Qué rotunda sencillez en la prosa de Dulce Chacón cuando gestó esa conmovedora maravilla de La voz dormida (Santillana, 2002)! A menudo sobran los vericuetos de una falsa profundidad. Las claves intelectuales no tienen por qué disfrazarse de académicas. Se trata por cierto, de un brillante ejercicio de memoria histórica, de recordar a los que algunos interesadamente olvidaron.





Unos personajes bien planteados, tan de verdad que se pueden tocar, con cuatro pinceladas que son las necesarias. Una aproximación a la trama con las acciones que corresponden, que se atienen a los testimonios, a las pequeñas historias que elaboran la Historia auténtica, y no la de los volúmenes sesudos y grandilocuentes, no la mentirosa de los que apenas quieren sino justificar y justificarse. La humanidad de una lucha, por muy equivocada que estuviera, el batallar de las mujeres que aman, y de los hombres. En una sociedad prejuiciosa e imperfecta. Entre quienes entendían de veracidad, de sentimientos nobles, de cariño merecido y sincero. Lo demás, florituras.

¿Hemos de olvidar esa España de miseria, también moral, de estraperlo y sinvergüenzas, de cruel venganza, de analfabetismo? No olvidamos el tesón inconformista de quienes prefirieron aprender a leer y escribir, de los que no bajaron la cabeza para construir un mundo más justo, más igualitario. Esta España actual de autocensura, de cerebros lavados por medios de comunicación embrutecedores y alienantes, de atorrantes centros de consumo, esta España nos obliga a volver los ojos hacia los valientes de todos los tiempos, de los rebeldes de todas las épocas, para no tragar el veneno de los poderosos de siempre, ni sus mentiras rebozadas de falsa sensatez.

Fueron héroes y heroínas tan imperfectos como cualquiera. Fueron valientes que temían a la muerte, a dejar a los suyos, a perder a sus hijos, a renunciar a una vida más tranquila pero también más falsa. Y sin embargo, muchos y muchas de ellos se lanzaron hacia adelante, hacia el enemigo, hacia el abismo. Con lágrimas en los ojos, con dudas, con el temblor de piernas que intentarían disimular, con la seguridad de haber cometido mil errores, de haberle fallado a sus gentes, de haber intentado todo con la mejor disponibilidad. No eran de una pieza. Desde el día de hoy los podemos ver ingenuos, machistas, fanáticas, insensatas. Lo eran algunas, algunos más que otros, algunas todo, algunos desde la ignorancia, algunas con convencimiento.

Casi podemos percibir como susurros las voces de quienes le contaron a Dulce Chacón sobre sus pasos erráticos, sobre sus desventuras, sobre sus terrores nocturnos, sobre sus estómagos vacíos, sobre sus corazones llenos de pena. El vuelo de los libres sobre el firmamento que vigilaba las prisiones españolas, repletas de cada una de las existencias truncadas. La autora ha sabido reunir todas las piezas para crear esta trama que recogen tantas, demasiadas vidas. Escuchamos esos susurros encogidos por el espanto, por ese dolor que se mastica, por ese silencio tras los disparos. Atendemos a las indicaciones de la narración, directa, impresionante, preparados desde el principio para la muerte y la supervivencia.

Una hermana que recoge el testigo vital de su hermana, que entiende que su destino está en ese amor incondicional que es incapaz de no sentir, de no expresar. ¡Cómo no recordar los ojos azules de la protagonista, arrasados por unas lágrimas que ya no pueden salir de tanto vacío que le ha quedado en el alma! Y en el fondo de ese pozo de la Historia reciente de esta nación peregrina y acogotada, el eco de las noches en vela, la congoja de los que ganaron y perdieron, de los que perdieron y ganaron, de todas las viudas, de todas las víctimas.



Recordar para sentir el color de un calendario con la hoja fijada en un ayer sangriento. Recordar para entender, para no entender, para superar tanta desdicha, tanta mala entraña, tanta bofetada en la cara de un viento que no amaina.










jueves, 1 de diciembre de 2016

Releer para reencontrar y reencontrarse




Era joven entonces. Cuando El País todavía podía leerse, cuando merecía ser leído. Me da la nostalgia recordar esos suplementos pijos, para pijos progres y resto de población sin posibles. Soy de los que nos asomábamos a esas vidas envueltas en ropa de marca y nos sentíamos parte de ese nuevo país que avanzaba. Da nostalgia y duele. Sería por entonces, en el suplemento o en el periódico, en ese grueso volumen de los domingos de mi juventud, donde y cuando leería a alguno de esos intelectuales de pro, los de ceja erguida sobre la pasta de sus gafas con rayos fulminadores de la vulgaridad, donde y cuando les leí, a muchos de esos escritores y escritorcillos, que ya únicamente releían, que llevaban tiempo sin hacer otra cosa que releer.

Releer, ¡qué bello vocablo para guardar la esencia de la cretinez! Pues bien, releer he releído, y bien a gusto, mis “very best”, mis obras de cabecera, las que nunca, nunca me cansarán al recorrer sus páginas de nuevo: La vida es sueño, Luces de bohemia, Poeta en Nueva York. Releer porque sí, porque surge la oportunidad, por motivos laborales de profesor de Literatura, porque te da la gana, pero nunca para despreciar a los que escriben hoy, a los que escriben al mismo tiempo que tú, jamás para ratificarte y elevarte a la élite de los que sólo (sí, con tilde) leen a la élite, a los clásicos, a los grandes, a los que sí valen la pena. Snif. ¡Qué triste y apabullante puede ser la tontería!

Y he de reconocer que me costaba sacar de la estantería, en la que reposada y soberanamente acumulaba polvo, al García Márquez de Cien años de soledad. El libro que me enamoró de la literatura hispanoamericana del boom, el que me empujó en los brazos de Cortázar, de Carpentier, de Vargas Llosa, de los demás. Me daba respeto, me daba apuro perder, dejar atrás ese entusiasmo descubridor de la adolescencia.





Y no, no me apeo. Sigo considerando principales a los autores que siempre lo fueron. Me decían el otro día que la percepción sobre el Nóbel colombiano había cambiado, que ya no se le tenía en la misma estima. Interesante. A mí es verdad que no me convenció en absoluto Historia de un náufrago. Me encantaron las demás: El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Crónica de una muerte anunciada. Dejé de leerle durante años, tras terminar El amor en los tiempos del cólera, y tuvo que pasar mucho tiempo, hasta que en el club de lectura me enfrenté al viejo y a sus putas tristes, que por cierto me ha permitido leer la soledad de Macondo desde otra perspectiva, y otear al putañero que imagino siempre estuvo en nuestro latino de educación machista, y entorno adocenado y deplorable en tantos aspectos. No me asombra, simplemente me aporta información. Nuestros autores favoritos no son como quisiéramos que fueran, son sus obras, las maestras, las fundamentales, ellas son las que cuentan.

Aunque matizaré después, me reitero, Cien años de soledad es la obra maestra que yo recordaba. Y ahora la ha leído un hombre con más de treinta años de experiencia por encima de la que tenía aquel muchacho que la leyó en primer lugar. Y ahora la ha desmenuzado sin acritud y con el habitual poco rigor, este filólogo y ante todo amante de la lectura, con muchas más muescas en el historial. Este libro sigue sabiendo a rabiosa fortuna, la del escritor que tiene esa rara habilidad de crear un estilo y un mundo propios. Acertó García Márquez, podrá estar más de rabiosa actualidad, que no lo está; podrá tener más conexión con esta realidad nuestra, con este punto de vista del nuevo siglo, con el entender y aproximarse más de hoy, que no lo estará, pero lo cierto es que acertó.

Recuerdo haberme sumergido en ese océano léxico con la inestimable ayuda de una de esas ediciones entrañables de tapa dura de Cátedra, las académicas, las dirigidas a estudiantes y estudiosos. Un volumen que tomé prestado de aquella biblioteca novelera e irreal que algunos recordarán, la de la Plaza de los Sitios de Zaragoza, en esa ciudad todavía sin bibliotecas. Salió de aquel ascensor, de esa misteriosa conexión con un inframundo literario desconocido e inquietante, para que me lo entregara aquella funcionaria que me miraba siempre de reojo, sospechando de mis peculiares lecturas.

Tengo en la memoria haber recorrido sin pudor y con todo el entusiasmo por aprender de los quince años, esas notas a pie de página que aclaraban aspectos culturales y el significado de vocablos propios del español de aquellas tierras. En esta ocasión me ha bastado una edición, la que compré muchos años después, de bolsillo, sin introducción, sin apéndices aclaratorios, sin añadidos, con el texto original, sin más. ¡Qué prodigiosa la lengua del maestro! Inimitable de tanto ser imitada, y mal, rematadamente mal imitada.

Inventó el realismo mágico, pero por supuesto que no de la nada. He visitado América Latina en tres distintos viajes y he comprobado de primera mano que la naturaleza estuvo siempre ahí, pidiendo la creación de ese híbrido maravilloso entre lo verosímil y lo extravagante. Laura Esquivel le da su propio toque con Como agua para chocolate, deliciosa novela de los sentidos. Se aproximó al canon Isabel Allende con La casa de los espíritus, eso sí, no hablemos de lo que vino después, pues provoca sarpullidos y vergüenza ajena.







Esa realidad desmesurada, hiperbólica, se hallaba también en El siglo de las luces, (tenían que ser cien años) de Alejo Carpentier, novela histórica fuera de medidas genéricas que me capturó desde la primera página, y rabiosamente contemporánea de nuestro Macondo. Al realismo mágico lo intentaron descifrar desde la época de la colonia los perplejos intrusos europeos, por supuesto que sin éxito. Estaba ahí, en realidad, lo estuvo siempre. Y el mérito de haberle dado cuerpo y alma, de cifrarlo, de hacerlo único, es de García Márquez.

Me fascinaban esos personajes desmesurados, ese ciclo eterno de José Arcadios y Aurelianos, y todas esas mujeres de destino igualmente trágico, y ese cúmulo de secundarios de trayectoria corta o larga. Ahora puedo vislumbrar en ellos alusiones edípicas y no tan vagamente freudianas, en esa incestuosidad sugerente, prohibida y reiterada, en esas relaciones de desdichado onanismo social e íntimo. Las generaciones se suceden para cerrar una dinastía cuyo fracaso estaba anunciado.

Hay algo subterráneamente católico, indígena, telúrico, sobrenatural y epidérmico, todo a la vez y al mismo tiempo, en esta trama imposible de casas con vida propia, de vastos hogares como enormes seres antediluvianos. Continúo apreciando esa verbosidad que a simple vista es de un barroquismo adjetival, pero es que esta apreciación es engañosa, puesto que la secuencia del discurso es mucho más variada que todo eso. Se llama estilo, el inconfundible, el que permaneció en mis recuerdos. Esos fragmentos memorables. Y quizá ya no tanto los momentos deslumbrantes, como el de la muchacha elevándose entre sábanas a un más allá de delirante cielo. Todo excesivo, insisto, como esa realidad que lo inspiró.



Releer para saborear años de fértiles lecturas. ¡Queda tanto por leer!








miércoles, 30 de noviembre de 2016

La cara oculta, la que merece la pena descubrir






Empezaré asumiendo mis pre-juicios ante las novelas de Ángeles Caso. ¿La recuerdan? Aquel busto parlante del telediario de los alegres ochenta, una de las caras bellas de la Transición, la no periodista a la que se incluyó por arte de la popularidad televisiva en la creciente y prestigiosa nómina de mujeres periodistas de la época. Ella, en carne mortal, vino a Zuera y nos sorprendió a unos cuantos cuando aclaró que su paso por la efímera caja tonta y su desmedida fama fueron todavía más fugaces de lo que recordábamos, pues no llegó a los dos años de lucir melenaza y mirada arrebatadora, de quitar el hipo a tantos con sus rasgos angulosos y felinos. Se nos cayó un mito falso, comenzamos a conocer a la verdadera Ángeles Caso.

¡Bendito club de lectura de Zuera! Por la cursi portada de la novela Todo ese fuego (Planeta, 2015), no me habría planteado ni de lejos su lectura. Juzguen por sí mismos:










No me dirán que no es para presumir que estábamos ante una de esas novelitas románticas e insustanciales. No me digan que no es para que la autora despotrique contra la editorial y los responsables de semejante desaguisado. Y es que la novela en cuestión es otra cosa, y muy valiosa en realidad, como para dejarse despistar. No lo hagan.

Vayamos por partes. Aunque nuestra atractiva escritora haya tenido que luchar contra tontos y pre-juicios (como los míos), aunque haya tenido que luchar para demostrar que no es una mujer florero con ínfulas de literata, lo cierto es que vista su trayectoria y esta novela, está claro que lo ha conseguido sobradamente, el oficio, digo. Y es que por atreverse, se aventura incluso, y por cierto, con éxito, a romper con los géneros.

Este libro es una novela, y no lo es, lo es en parte, en la primera parte. En la segunda parte escribe un ensayo deliciosamente divulgativo, luminoso, relevante, motivador. Lo que es novela muestra un vigor narrativo admirable. Es una novela muy bien escrita. Está tan lograda como supuesta biografía novelada de esas heroínas de fábula feminista, las hermanas Brontë, es tan buena, que llegamos a convencernos de que sigue dato a dato sus vidas, cuando tan apenas se asoma a un día de sus apasionadas y trágicas existencias. Cuando se nos informa en la parte ensayística de lo escaso que se sabe de los detalles vitales de dichas protagonistas, es entonces cuando podemos valorar la pericia de Ángeles Caso al recrear el aliento, las ansias, el fluir revuelto de los sentires de esos iconos literarios que toman vida en el papel.

Le planteé a la autora la justificación para organización tan peculiar (doble y paralela, narrativa y ensayística), el porqué de escribir dos libros en uno, y no dos libros por separado. Me planteó una visión bien argumentada de sus razones creativas, que respetaría en cualquier caso, pero que además me resultaron convincentes. Me sigo quedando con la sensación de estar ante una novela que se me antoja no llegó al límite de lo que podría haber sido, por breve y no por falta de calidad. Me sigue chirriando la lectura de las cuestiones informativas a posteriori. No me convence como opción creativa inicial. Y sin embargo, valoro en firme el producto final, por mucho que no sea lo que podría ser, y no niego que quizá otra novela más apegada a la narración me habría gustado más.

¿Y las hermanas Brontë? Me pongo de deberes, (creo firmemente en ellos, en los buenos, en los sensatos) leer Cumbres borrascosas, la célebre novela de Emily. Intento bucear en aquella Jane Eyre, la de Charlotte, que no me impresionó, para acercarme a ella desde una posición más empática, menos pre-juiciosa. Estoy deseando que caiga en mis manos alguna de las novelas que escribió la otra, Anne, la que no existía, en mi ignorancia, y que parece ahora cuenta con las bendiciones de gran parte de la crítica especializada. Ángeles Caso lo logra, consigue despertar mi interés por esas mujeres excepcionales, las Brontë.




Estoy por unirme al multitudinario peregrinaje a su ahora casa-museo, en Haworth. Pisar ese diminuto salón en el que las tres edificaban sus obras literarias, tras las faenas domésticas, en la tranquilidad de su creatividad decidida y valiente. No me cuesta imaginarme allí, escuchando sus mentes maquinando narración y diálogos, o versos en el caso de Emily, entre el frufrú de sus ropas de época, sencillas y abigarradas al mismo tiempo, como ellas. Esa casa sin jardín, envuelta en el páramo desolador y a la vez entusiasta de sus existencias. Respirar el milagro de tres mujeres extraordinarias que lucharon contra un destino que les ponía todo, absolutamente todo, en su contra.

Una antigua alumna decía, y decía bien, que el feminismo no debería ser darle la vuelta al machismo. Ángeles Caso nos confesó que al principio de su carrera pretendía que la valoraran como a un hombre. Ahora está orgullosa de escribir siendo mujer. Porque la mujer aporta a sus creaciones su particular visión, pero también lo que todas las mujeres comparten y los hombres no. Nos decía que había escrito buena parte de sus obras donde bien había podido, en espacios domésticos, con un ojo pendiente de su hija mientras crecía, lejos de una torre de marfil de la que muchos autores varones disfrutan porque tienen a una Patricia, a una Isabel, a una María, que se ocupan de ellos, de lo cotidiano, de lo rutinario, de todo lo práctico. No se arrepiente de haber vivido su acto de escritura involucrada con sus otras facetas, de madre, de ama de casa, de persona. Me encantó escucharlo en la voz de una mujer admirable.

Y por si faltaba poco, esa tarde nos asomamos también a su nuevo libro. Hasta tres editoriales se han negado a publicar un ensayo sobre mujeres pintoras. La autora ha tenido que recurrir al micromecenazgo. El “crowdfunding” ya ha sido tema de reflexión en este blog. Estoy convencido de que la experiencia ha sido positiva para Ángeles Caso, que ha creado un vínculo único con un grupo de lectores mecenas. Un trabajo que por otra parte se me antoja estimulante, con multitud de ilustraciones, centradas en los retratos, que opina Caso son de lo mejor producido por esas grandes e injustamente desconocidas. Estoy deseando tenerlo en mis manos. Se trata, no es cuestión de dilatarlo más, de Ellas mismas.




Conocía a alguna de las pintoras (Artemisa Gentileschi o Sofonisba Anguissola) incluidas en el índice de setenta y nueve “sujetos de arte” –por escapar al destino de ser objetos para los pinceles de pintores, y tomar ellas el rumbo creativo-, como tan acertadamente las llama Ángeles Caso, pero la mayor parte de ellas están para mí en el mismo limbo que para tantos, y es por ello mismo una obligación moral rescatarlas de él. ¿Es razonable desde cualquier punto de vista que acabe de producirse la primera exposición individual, en toda la larga historia del Museo del Prado, dedicada a una pintora? Pues así es, por desgracia, lo es con la exposición protagonizada por la pintora flamenca de bodegones, “dotada y delicada artista” según la web de la pinacoteca, Clara Peeters.




Se puede comprar Ellas mismas en la página web de la autora:




Y lentamente, poco a poco, asomarse a la cara oculta, la que da miedo a tantos hombres, a tantas mujeres, a la de las mujeres creadoras, a su arte, a su fuerza.












miércoles, 2 de noviembre de 2016

Desvíos


La vida es una acumulación de desvíos. Algunos hemos optado por asumir coherentemente nuestras desviaciones, otros prefieren dar un rodeo a su propia existencia fallida. Son las dos acepciones que encuentro para detours en el diccionario Inglés-Español de Oxford: desvío y dar un rodeo. Un sustantivo, pero nada raro en inglés, también un verbo. La acción en sus dos versiones.
 
 
 
 

Un título sugerente por tanto, para una colección de relatos que el autor reconoce como una “mezcla de reminiscencias, de observaciones  y de historia, que contienen al mismo tiempo humor y melancolía”.

Tony Rickaby se ha pateado las calles de Londres, y en especial de su multicultural y complejo barrio del sur de la ciudad. Ha deambulado por esos enormes bloques que de cuando en cuando aparecen entre el a primera vista idílico paisaje de casitas bajas, bloques que en el pasado fueron frecuentemente viviendas sociales proporcionadas por el ayuntamiento con alquileres asequibles a ciudadanos con escasos ingresos, mamotretos hoy día privatizados, lo que aconteció a causa del vendaval Thatcher.

El paisaje tiene nombre, ese Brixton demonizado y ensalzado a partes iguales, ese pedazo de sur londinense repleto de expatriados caribeños con la rabia en los ojos y en las palabras, en los gestos. Un barrio como cualquier otro, pero completamente único. Rincón de altercados, de mercadillo, de vigorosa agresividad y mezcla, mucha mezcla, y conflicto, y preguntas.

Nuestro escritor ha recorrido también los senderos de su memoria, de sus recuerdos. Ha creado narraciones de ficción, así como lo que él mismo denomina  “no ficción creativa”. “Bits and pieces”, fragmentos de existencia y de contemplación pausada, reflexiva de la realidad, del pasado:

“I finally find my phone and shut the front door behind me. Trying to get out of the house always takes too long. And once I do leave then I´ll probably have to go back for something: credit card, or change or I should be wearing something warmer or to make sure I´ve really locked the front door.

I´ll walk. Should take about an hour.

 

Although walking speeds can vary greatly depending on such things as height, weight, age, terrain, load, culture, effort and fitness, the average is about three miles an hour.

 

On June 25 1944, just after midnight, a V1 bomb fell in Studley Road, demolishing 10 houses and severely damaging 30, including the Methodist church. Three people were killed. Two months later, on the afternoon of August 20, another V1 fell in Studley Road…

 

I cross over by the war memorial. Three men –they look Somali or Ethiopian- are getting out of a battered Fiat Punto. One is wearing a dark top with NEW YORK printed across the front.

“I think you´ll get a ticket leaving it there”, I tell them, but they ignore me.

 

I´m talking to myself again. But only when I´m on my own, when there´s nobody around. I know I´m doing it. Not whole conversations, just little questions like: “Why can´t that be true?” or “How could that happen?” They often seem to be regrets for things in the past that I did or didn´t do. Stupid things. Wondering how my life might have turned out if I´d made different decisions about certain things. I keep resolving to stop, but I can´t help myself.

 

[…]” (Fragmento del relato Bomb walk)

 

Tony es un artista. En el sentido más amplio de la palabra, igualmente en el más restringido. Sus cuadros, sus esculturas, sus intervenciones suelen tener una gran carga conceptual. Mientras residí en Londres, tuve el privilegio de acudir a su casa con frecuencia (después lo he hecho en cada una de mis posteriores visitas, ya como turista) y asistir a diferentes olas de su creatividad, que iban sucediéndose y complementándose.

Le fascinan los letreros, las palabras, las letras, los signos, las señales. Ha publicado poesía. Ahora llegan estos desvíos que parecen indicar que a menudo la vía que seguimos no es precisamente la línea recta. Desviarse para no perderse lo esencial. Entretenerse en los detalles, recurrir a lo extraordinario para aportar sentido a la banal rutinaria nada. Los pies se dirigen solos hacia lo divergente, a lo moroso, a lo cotidiano e insustancial. Como bien se puede observar en una de sus fotografías, la que incluyo a continuación, aparentemente tomada sin más de la realidad, pero que va más allá del testimonio para recrear poéticamente el entorno:
 
 
 
 

He podido comprobar la afición obsesiva de los anglosajones por las citas. Ese reino de lo medido, de lo extraído para ser conveniente argumento en la ocasión a la que nos enfrentemos. Ocurre algo semejante con los archivos, con las noticias que pasan a ser crónica de otras épocas. Nos refugiamos en esos datos polvorientos del pasado para recrear recuerdos y hacerlos más vivos y sugerentes. No faltan citas y notas de archivo en los relatos de este volumen, parte esencial de esa "no ficción creativa" que pretende compartir con sus lectores.

Tony no pierde la oportunidad de recuperar la gran guerra, la posguerra. Los huecos dejados por las bombas. El racionamiento. Los bombardeos, y el ritual para protegerse de ellos. Las miradas, los usos olvidados, el hambre, la muerte. El tiempo recreado y requerido para que se postule de nuevo en palabras escritas desde el hoy.

Como profesor de idiomas me fijo así mismo en la pulcra concisión del vocabulario elegido por el autor de estos relatos. Prescinde de raras palabrejas más propias del Barroco y prefiere la exactitud de los términos más directos. Los que lo conocemos sabemos que en la conversación también va a usar el número justo de frases, ni una palabra más de aquellas que le sirvan para conseguir el efecto pretendido.

Es ese sentido práctico tan británico a nuestros ojos, aunque seguramente él considerará que es algo más personal que todo eso. La tradición británica de ser ocurrente, de recurrir a la palabra con múltiples sentidos, que se cargue de ironía, de humor negrísimo, que rasque en el alma e impacte al llegar a los oídos. Y lo dirá aunque pese, aunque no sea quizá del todo políticamente correcto, porque lo ve así y se siente con el rigor suficiente para expresar sus puntos de vista. Por honestidad y coherencia.

Echen un vistazo, Amazon nos lo trae a casa, y podemos además asomarnos a otros de sus libros, Tony es también poeta, ensayista, especialista en arte:


 Y a su página web:


 

Tony es mi amigo, de lo cual estoy muy orgulloso. Un honor haberte conocido. Querido Tony, me gustaría ser capaz de escribir todo esto en tu idioma y no sonar a falso, o quedarme corto, o ir demasiado lejos, pero me queda la tranquilidad de que podrás aproximarte con holgura a lo que he querido transmitir con mis palabras.

 

 

 

 

 

 

miércoles, 26 de octubre de 2016

Viaje sin fin al principio de la noche


El poeta no es joven, no es viejo, la poeta lo es o no. Apabulla Loreto Sesma con su poemario  317 kilómetros y dos salidas de emergencia (Espasa, 2015), aunque pague el peaje que algunos considerarán inevitable de su inexperiencia. La felicito, algunos de los poemas del volumen son excelentes. Ahí es nada, cuando autores reputados que le triplican la edad zozobran con artefactos de dudosa credibilidad y nulo acierto, ella ha publicado con una editorial prestigiosa un poemario, que además ya es el segundo, con el que sale más que airosa del envite.





En el viaje, me quedo con la primera parte del volumen, la que titula Trayecto, con esos poemas en forma de kilómetros. Es allí donde se encuentran los versos más redondos, más depurados. Las otras partes se convierten entonces en accesorias, y he de decir que lamentablemente cada vez más prescindibles a medida que avanza el libro. No me convencen unos poemas epigramáticos que nada añaden. Me resultan demasiado obvios los poemas con nombre de ciudad. Me conquista esa primera parte en la que la voz poética es directa, auténtica, reconocible, inmediata. En una segunda parte, titulada Áreas de servicio, se desdibuja el trazo, se pierde el hilo, se desmadeja, nos desorientamos. Eso sí, nuestra joven Ariadna tiene mucho mérito.

 

“Últimamente me siento como

 

esa persona que ha hecho de una estación su casa,

que pasa por delante de cualquier escaparate y nunca se fija en lo que vende,

sino en su propio reflejo.

Como quien busca en el espejo

algún matiz,

algún gesto,

que hiciera cuando fuera pequeño

y busca

y busca

y busca

(pero nunca encuentra)

al niño que fue hace un tiempo.

 

Me siento como quien guarda una botella

para una fecha señalada,

y se da cuenta de que nunca vino,

que el vino

se ha hecho vinagre.

Como quien sigue intentando hacer las cosas bien

solo

por ver sonreír a su madre.

 

Como quien ha perdido la ilusión

porque le dijeron que toda magia implica truco.

como el imbécil que prefirió ser la fuerza del león

antes que la astucia del zorro

y al final,

una bella sonrisa con andares de bailarina

le acabó soplando en la boca para pedir un deseo.

Me siento como el poeta atrapado en su fraseo,

como la mujer arreglándose en el aseo

antes de acudir a una cena consigo misma.

 

Me siento como en una jaula sin barrotes,

como quien ve los aviones

como otro puto obstáculo

por el que no sale el sol;

como a quien le regalan flores

y pregunta

cuándo ha muerto.

Como el tuerto

al que nunca le preguntaron si se siente rey

en un mundo de ciegos,

como el enamorado que ya no cree en el amor.

 

Me siento como si sintiera

que ya no seré capaz de sentir

después de haber sentido tanto.

De haber amado tanto,

de haber llorado,

de haber reído,

de haber temido

y haber disfrutado tanto.

 

Me siento como la niña que se quedó

esperando a sus padres a la salida del colegio.

Y nunca

nadie

fue a buscarla.

Como el preso al que le ofrecieron la libertad,

pero por un beso

eligió la cárcel.

Como el verso que nunca fue poema

porque nadie tuvo el valor suficiente

para escribirlo.”

 

La escritura tiene mucho de técnica. Loreto Sesma se las arregla bien en este punto. Sus poemas están bien escritos, tienen un ritmo propio de las obras “en marcha”, de carretera y notas en el autobús, de paradas con coche en el arcén, de miradas dinámicas y certeras al fluir desenfrenado de la existencia. La escritura es crear un estilo propio. Este poemario resulta fresco, sincero, muy directo. Plantearé quizá, como tirón de orejas menor, lo innecesario de acudir en demasía a la palabra gruesa. Cuando lo requiere el momento dramático, cómo no; cuando se convierte en muletilla, jamás. Y si se me permite, así ocurre también con el recurrente recurso a la saliva, que en este volumen lo hace todo: cura, retiene, atrae, distingue, atropella, miente. Mucho más de lo que uno podía imaginar, o que incluso deseaba imaginar. Demasiada baba, la verdad.

Y ahora una reflexión de propina, ¿lo adivinan?, sobre los jóvenes poetas que venden. Estoy refiriéndome por supuesto al “fenómeno” del ya añoso (a sus esplendorosos treinta y siete años, y lo irán entendiendo) Marwan, pero también a Defreds (¿es tan joven como aparece en las fotos de su web?) y su masa de fans, o por supuesto a una más que sobradamente preparada Luna Miguel (crucen la ceja, y algún esfínter, por el asombro no más, al recorrer el currículum de esta talentosa editora y poeta de veinticinco añitos:

http://www.lunamiguel.com/p/biocv.html ) o así mismo a otros autores que desconozco por completo, y quienes, pese a su juventud ya han publicado al menos un libro, como Elvira Sastre, Sergio Carrión o Sara Bueno, tal y como se nos indica en este artículo de la Vanguardia, en el que se menciona también a nuestra autora zaragozana, la de esta entrada-reseña:


Sin recurso al pasmo me quedo al consultar el interesante blog de Ana Carrillo, y descubrir propuestas para una nómina de casi impúberes (rondan las veinte poéticas primaveras) y todavía (hasta ahora era lo esperable) inéditos poetas, que sin embargo se mueven como peces en las profusas aguas de las redes sociales:


No me pre-juicien, no pretendo ser cínico, ni descreído. No se trata de envidia de la mala. Me encantan estos chicos. Los adoro de principio a fin, como los del viaje, son ídolos que presentar a mis alumnos, materia en bruto para mis clases, motivadores… Que continúe el fluir de la poesía, se le atribuye muerte cerebral de cuando en cuando, nada más lejano de la realidad. Estos jóvenes y brillantes autores lo demuestran con sus creaciones.