domingo, 25 de octubre de 2015

Las sirenas encallaron en las arenas movedizas de Bagdad


La aproximación con el Club de Lectura de Zuera a la novela “Las sirenas de Bagdad” (Alianza, 2007), de Yasmina Khadra (seudónimo del exmilitar argelino Mohamed Moulessehoul) me lleva a plantearme varias cuestiones.





En primer lugar, el asunto de los seudónimos. Un guerrero que se oculta tras un nombre femenino en una sociedad todavía más machista que la nuestra. El mundo al revés. Durante mucho tiempo fueron las mujeres las que debieron adoptar nombres masculinos para que se les aceptara en el mercado literario. Igualmente triste ha sido comprobar que en otras ocasiones, las obras que pasaron por tener como autor a un caballero, en realidad habían sido creadas por sus esposas. Seudónimos, heterónimos, siempre el tema candente de la identidad, de ser lo que somos, lo que aparentamos, lo que nos fuerzan a ser, lo que es conveniente que parezcamos, y con demasiada frecuencia, lo que no somos.

Desgarra pasar las páginas de esta novela dura, nada compasiva con el lector, que no va a encontrar casi nada amable en su trama. Irak y su guerra, porque en el fondo todo ha sido guerra desde que se hundió la farsa montada por Hassan Hussein. La ocupación por la fuerza multinacional liderada por Estados Unidos no ha dejado de fracasar en su supuesto intento de devolver al país a la normalidad.

El joven protagonista vive primero con horror y más adelante vencido por el odio, la nefasta realidad caótica que habita más que él ese paisaje antaño familiar y ahora remoto. Bagdad es un fantasma traicionero en el que todo se precipita a un abismo sin fondo. Su pueblo es escenario de las crueldades más espantosas, las que trae cualquier guerra, también la que les toca vivir a este universitario, a su familia, amigos, vecinos y conocidos; a todos. Porque no creo en la belleza rudimentaria de un relato bélico, y lo que me acaba emocionando de un devenir que en las primeras páginas se  me hizo tedioso, es que nos muestra lo inútil que resulta abandonarse a los instintos humanos, a lo más primario, ceder el paso ante lo que nos convierte en algo mucho peor que un animal rabioso.

Y está el asunto del orgullo (merecido) árabe. Un argelino se mete en la piel de un iraquí. La fuerza de su narración se cimenta en una tradición milenaria. Se trata de pueblos que comparten juglares, poetas, cantantes, una poesía trabada por centenares de hilos que vienen desplegándose por el horizonte de los arrabales de una cultura que ciertamente se desconoce en Occidente. Y el orgullo herido, como el del chico que ve deshonrar a su anciano padre, desata las consecuencias más vergonzantes, acrecienta los daños, desploma la cultura de convivencia más arraigada, destruye al ser humano más ecuánime. No me quito de la cabeza a nuestros abuelos, los que todavía vivieron la guerra civil desde las trincheras: me da vértigo concebir su odio, sus circunstancias carroñeras, todo lo que con el paso del tiempo veló el pudor.

Desde aquí, comprender lo privilegiados que somos por todo el tiempo transcurrido desde esa guerra nuestra. Entender que tenemos la obligación de responder adecuadamente a las necesidades de unos refugiados que llaman a las puertas de Europa y merecen un trato solidario y justo. Ahora nos toca a nosotros estar a la altura, como a otros les tocó en su momento, como en otros muchos puntos del planeta, cada año y sin cesar, les sigue tocando. El genio de la lámpara se olvidó de Bagdad, pero nosotros no debiéramos olvidar ni a Damasco, ni a Beirut, ni al Cairo, ni a…

 

 

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