jueves, 5 de noviembre de 2015

Lecturas alimenticias


¿Me he preguntado por qué leo según qué libros? ¿Se lo han preguntado por ahí? Dado que son millones los libros que uno podría leer, quizá millones sea aventurado, dejémoslo en muchos miles, no es baladí plantearse cuáles deben ser los criterios para realizar la selección de los escasos (por mucho que uno lea, admitámoslo) afortunados.

Libros alimenticios son para mí, por empezar con algo, los que leo por mi trabajo.

Recientemente me he entregado a la falta de descubrimiento de apenas nada en Marina, de Carlos Ruiz Zafón (Booket, Planeta, 2012). Previsible, entretenido, repetitivo tras la lectura de El príncipe de la niebla, y en otro apartado de lectura, el del lector que se asoma con precaución a los “superventas”, La sombra del viento.
 
 
 
 
Ocurre a menudo con muchos artistas que se apuntan al “estribillo exitoso”, a la fórmula que les ha hecho vender infinito número de copias, ¿les suena Isabel Allende? Abandonan la magia de la novedad, pretendiendo ser fieles a su estilo, para continuar enganchados al carro de los ganadores. Pues eso. Es lo que encontramos en esta entrega más de una trilogía de niebla. Más personajes anacrónicos, de poco sutil anclaje en la novela gótica, remedos de la atmósfera del Fantasma de la Ópera, en una Barcelona que siempre atrae.
 
 
 

Mucho más interesante, qué duda cabe, efectuar nuevas incursiones en el mundo teatral español contemporáneo, para responder con sensatez a la pregunta: ¿qué me recomendarías leer? Desde luego, Cuatro corazones con freno y marcha atrás, de cabeza. La obra de Enrique Jardiel Poncela (Vicens Vives, 2006), con unas ilustraciones delicadas de Francisco Solé, que nos transportan a los patrones de otras épocas. Permanece como el trago de aire fresco que supuso en su momento. Recuerdo haberla visto hace muchos años, en su versión Estudio Uno de Televisión Española, haberme quedado con el interrogante básico que a todo ser pensante plantea esta obra:  ¿resistiríamos a la fatal ocurrencia de ser inmortales?
 
 
 
 

El autor despelleja sin pudor a los tiranos del prejuicio, desenmascara los convencionalismos que nos atenazan como seres humanos, nos hace comprender que el paso del tiempo forma parte de nuestro mero existir. Una inteligente propuesta que a pesar de todo, sufre a su manera el efecto de la pátina en la manera de entender la escena y lo que se sube a ella, pero un clásico más, y no precisamente uno cualquiera.

Académica es desde luego, la lectura que  hago de Teatro breve, con tres obrillas de José Luis Alonso de Santos, Ángel Camacho y Jorge Díaz; Dos sainetes, de Fernando Arrabal, y finalmente, La zapatera prodigiosa, de Federico García Lorca (todas ellas Everest, 2000). ¡Qué difícil seleccionar obras dramáticas que puedan ser del interés de los alumnos, y más todavía si las han de representar!
 
 
 
 

Me quedo con Lorca, por mucho que se trate de una obra menor, en ella se perciben sin pulir los grandes dramas que en otras piezas sí desarrollará. Se intuye el amor por la tradición teatral secular, la honda raíz popular de su personal, única, genial aproximación a la literatura, el embrujo con el que sus personajes entonan más que dicen, cantan más que hablan. El resto de obras se me antojan fallidas. El enemigo al que se invita a hacer picnic. Las situaciones surrealistas del gusto de Arrabal. La brevedad que no llega a ser intensa, ni compleja, ni emocionante. Personajes planos, pocos méritos para seleccionar unas piezas.
 
 
 
 

Lecturas que nos sirven, que nos aportan nutrientes mineralizantes. ¡No se vayan, que todavía hay más!