lunes, 25 de abril de 2016

De un desconocido a Stefan Zweig


Terminada la lectura, con el club de lectura de Zuera, de su apreciable cuento largo, Carta de una desconocida (Acantilado, 2002), me dirijo usted para hacerle saber las inquietudes que su obra ha despertado en mí.





Es difícil aventurar hasta qué punto el azar dirige nuestras vidas. ¿Somos lo que somos únicamente como resultado de decisiones propias, o también fruto de dejarnos zarandear por lo que el destino nos va trayendo? La protagonista de su historia va reencontrándose con su idolatrado amor, porque aunque si bien nunca pone tierra de por medio, la existencia va jugando con ella a través del atolondrado espíritu olvidadizo y egoísta de su amado. Es verdad, ella le ama sin condiciones, ella se le entrega a la menor ocasión, ella va por el camino sin atajos cuando cría al hijo de ese amor sin esperanza, es ella y solo ella la que muere sola y abandonada.

Y sin embargo, el villano nunca la engaña, jamás la trata con desconsideración, en ningún momento pretende hacerla infeliz. Si vive en el abandono, es voluntario, ya que tiene candidatos sin fin para ocupar un hueco en su corazón de mujer bella e irresistible. ¿No es ella la que lo seduce en cada una de las ocasiones? ¿No es ella la que vuelve a quedarse al margen, observando y amando en silencio, incapaz de reclamar ese reconocimiento que no llega?

Estimado señor Zweig, ¿qué podría haberle contestado ese hombre atribulado y sin noticia de sus desmanes? Podemos imaginarle redactando, después de todo es escritor, una confesión de culpas, las que ella no deseaba surgieran de su alma. O quizá un pliego de descargos, al uso de la época, el de una Viena muy lejana de nuestro devenir desgobernado y corrupto, y no tanto en lo que a la libertad de la mujer se refiere, puesto que nuestra sociedad continúa siendo bastante arcaica, un mucho patriarcal, decididamente injusta.

Una pobre loca, una “cocotte” de altura, cometiendo disparates, arrebatada por esos humores, por esos nervios que desbaratan la más firme convicción del sexo débil. No, en absoluto, ella demuestra ser consciente y coherente en todo momento, no se merece semejante reducción a lo simple. Va más allá, incluso de su comprensión como creador del personaje.

Poco más, aparte de felicitarle por la edición de su libro en España, pues la editorial Acantilado lo ha convertido en un objeto bello, algo que se corresponde con lo que en su página web (http://www.acantilado.es/) plantea como toda una declaración de intenciones, hacer de sus volúmenes por su factura, por el papel, obras duraderas. Le publican a usted y a grandes autores esenciales de la vieja Europa, apostaron por Imre Kertész y se alegraron casi tanto como él cuando le otorgaron el Nobel. Me congratulo además por la traducción de Berta Conill, que descifro respetuosa con el original y al mismo tiempo, sin asomo de verdadera traición, como una puesta al día del manuscrito, superando el lastre de una prosa que traductores coetáneos habrían podido infligir a una narración que así suena actual, dinámica y poderosa.

Tome, hágame el favor, esta misiva como un alegato por la recuperación de su obra. Una vez al tanto de sus vicisitudes, de su trágico final, conocedor de que pretendía siempre mantener el interés de lo que escribía desde la primera página hasta el desenlace, de que estimaba en poco la prosa de su tiempo, por estar llena de recursos vacíos; estimando por último, completamente necesario sumergirme en alguna otra de sus obras, y perdone si no es una biografía, es un género que me resulta del todo sin atractivo, me despido de usted.

Un saludo respetuoso,
de uno más de sus desconocidos lectores.

jueves, 21 de abril de 2016

Esas paredes vivas, con ojos, y orejas…


Me ha sorprendido Sara Morante. Ya me fascinaron sus ilustraciones para Casa de muñecas (Páginas de espuma, 2012), el volumen de microrrelatos de Patricia Esteban. Eran ilustraciones dignas del ambiente opresivo y sugerente de las historias de la escritora aragonesa. Eran directas y sutiles, redondas y cortantes, magníficas. Ahora presenta La vida de las paredes (Lumen, 2015), un libro inclasificable.



Primero, se reconocen las ilustraciones. En esta ocasión a todo color, pero las hay también con juego de sombras, prácticamente chinesco. Son colores atemporales, abigarrados, como sostenidos en el tiempo, asomados a la vida de unos personajes desgarrados. Y por ahí anda la sorpresa. Algo he escuchado previniendo ante la intrusión de la artista gráfica en el mundo de la narración. ¿Solamente un prejuicio? No, y un error además.

Sara Morante se descubre como una novelista de técnica diestra. No pretende innovar, ni le hace falta. No parece preocuparle ser previsible o no. No lo es. Nos adentramos en el pequeño mundo de un inmueble urbano, pequeño burgués, un pequeñísimo refugio, más bien el asfixiante perímetro para las emociones y secretos de un pequeño grupo de seres, entre la miseria física y la moral, arrebatados por el egoísmo de lo pequeño y la tortura de las pasiones sin espejo, sin remedio.




El conjunto es excelente. La ilustradora se ha recreado. Supongo que asume cada reto del texto de otros como lo que es. ¿Y el desafío de plasmar tu propia trama? Aquí no se trata de crear una novela gráfica. No nos va a aportar una única y completa, por mucho que pueda llegar a ser compleja, una visión definitiva de los personajes, como pueda hacer Paco Roca. No es eso.

En realidad, nos asomamos al agujero del voyeur en la pared, al resquicio que nos ofrece la intimidad de otros, cuando los ángulos son a menudo de limitado alcance. Hemos de suplir con imaginación lo que recorremos en la trama. Y eso que, en el fondo, nos da tregua como autora, pues no siempre todo lo que escribe lo dibuja. Como no siempre todo lo que se quiere decir está tal cual, porque no es necesario, porque no hay razón para que sea así. Al final, acabamos disfrutando de esa libertad lectora, para mirar a nuestro aire, para perdernos a placer en el detalle.

Entren sin miedo en esta nueva casa de muñecas, las de las formas reconocibles del trazo personal de Sara Morante. Atrévanse a mirar sin ser vistos.



jueves, 7 de abril de 2016

Mi Barcelona y sus prodigios


Disculpen el arranque melancólico. Tras la aproximación con el club de lectura de la Biblioteca de Zuera a la novela de Eduardo Mendoza, La ciudad de los prodigios (Seix Barral, 1986). Un arranque a la vez pasional y meditado. Me duele el horizonte más bien cercano de la pérdida de Barcelona. Entiéndanme, aunque se convierta en la capital de un país extranjero, podrá seguir siendo tan mía como me antoje que lo sea. Pero no será lo mismo.




Yo también la viví oscura, en un primer encuentro perfectamente olvidable, gris y fría como la del protagonista, Onofre Bouvila. Poco acogedoras suelen resultar a menudo las grandes urbes, y todavía menos si el clima no acompaña. Yo, al menos no iba con la intención de establecerme allí, como ese campesino con ambiciones, o mejor dicho,  ese payés que resulta tan ajeno a la ciudad como lo fueron siempre los otros miles de charnegos que irían llegando en constante aluvión al corazón de Cataluña.

En visitas posteriores, mi Barcelona creció hasta conquistarme. Como a Onofre. Es bella y contundente, desabrida y coqueta, recatada y libertina, ruinosa y chic, contradictoria, deliciosamente contradictoria. Y por eso me gusta. Me encantan sus alturas, sus desvíos, los rincones secretos que se resisten a ser reconocidos. Me enamoró así mismo, a través de los ojos de aquella película de Almodóvar, la del hospital del Mar, la del cementerio encaramado al abismo, la de las ramblas del desamor y de la soledad.

Que nadie lo dude, los de fuera han construido Barcelona en semejante medida a como lo hicieron los enraizados en esa tierra durante cien generaciones. Nosotros, cada uno y entre todos, modelamos el destino del lugar que habitamos, lo nutrimos y lo perfilamos. Es nuestro. Y la Barcelona nuestra, es la de los lectores de Marsé, o de Vázquez Montalbán, del Terenci Moix en castellano, y de tantos otros escritores que para recrearla se han expresado en la lengua de Cervantes, que la vivieron desde este mismo lado de una frontera que por desgracia, por la cerrazón de unos y otros, van a acabar levantando.

Mendoza es un genio. Se disipa, se multiplica, renace, se dispersa, regresa, se pierde y al final, claro, gana. Me costó entrar en la historia previsible del “trepa”, en su prosa de recovecos y remansos, pero también de meandros mareantes. ¡Qué dominio del léxico! La trama tiene su intríngulis, aunque en realidad lo que parece contar es mucho más la libertad con la que asumir retos discursivos, el desafío una vez más a los géneros, entregarse con fruición a disfrutar de cada frase, de la ironía, de los huecos en la magia de una realidad que se absorbe, se retiene y se regurgita. Insensato y creativo al máximo.

De lo que más me ha convencido de esta obra, los frecuentes excursos parafraseando la historia de la ciudad. La oficial y la otra. De expo a expo, y tiro de la burguesía porque me toca. Políticos corruptos, autoridades sin autoridad, un rey de figura endeble, una sociedad en permanente crisis, miseria, riqueza pésimamente repartida,… ¿Les suena? Supongamos que estamos hablando de la España sin gobierno de hoy. Más, añadamos las veleidades de un progreso imparable, del nuevo rico de turno, de las mafias, de los días sin fin para un mundo que acaba repitiéndose en un ciclo inabarcable.

La vida misma.