Relatando



 
Más abajo, los cuatro relatos que leí en Jaca, durante la presentación de mi libro Piedras que no llegan al mar, el viernes 6 de febrero de 2015, primero en la Biblioteca Municipal, y más tarde en el espacio cultural La Fábrica, los cuatro son del volumen de microrrelatos inédito, Cabeza borradora:

 

 

Baile de estrellas

 

 

 

Aquel perro tenía los ojos tristes. Fue una mirada que duró apenas unos segundos. Nada brusca. Alteró el orden de su tarde. Atravesó las líneas de batalla existenciales, la retaguardia de heridas que no se ven, la fulminó como un árbol alcanzado por un rayo. Maldita sea, pensó, desde el fondo aletargado de su ensimismamiento, no debería existir la empatía.

 

 

 

 

 

 

Voulez-vous………..?

 

 

 

 

Tenían una relación entre física e imaginaria. Se merecían el uno al otro, y aun así, cada mañana que volvían a despertarse juntos era como una callada celebración. Se amaron con la palma de las manos, en silencio, despiertos por el avasallador ímpetu de la pasión. Reconocieron en el otro al desconocido que nos dirige la mirada deseada en el reflejo de un transporte público. Atendieron con humildad a las necesidades más perentorias, menos beneficiosas, decididamente inútiles, de los corazones que se saben frágiles. Y en ésas estaban, cuando les llegó como una moratoria para los besos, una carta de invitación… a su propia boda.

 

 

 


 

Te amo hasta odiarte

 

 

 

Y a pesar de su pelo imposible, de su disfraz de amigo, con todo lo que nos habíamos dicho hasta entonces, y que no debía de ser suficiente, me pagó el café y se marchó para siempre. He reunido los documentos que nunca me pidió. He barajado las posibilidades, me he rendido a las evidencias, he escuchado tiernamente a mi atosigado corazón, he fingido estar rebosante de amor y de culpabilidad, y sin embargo, continúo sin saber qué fue lo que me motivó a amarle como lo hice. Es un misterio. Una manera de seguir adelante sin llegar a ninguna parte.

 

 

 

 

 

 

Sábana azul

 

 

 

Tus gritos. Mis salidas de tono. Tu descontrol. Mis ironías. Es la forma dolorosa de sentir lo importante que puede llegar a ser el amor. Tu desmedida vara para medir. Mi silencio “jibarizante” de emociones, mi tabla rasa de los motivos. Sabemos que podemos hacernos daño. Y lo hacemos. Me buscas. Te salgo al paso. Movemos ficha con la urgencia de los enamorados. Somos uno, dos, dos desesperadamente lejos, uno inopinadamente uno. Tu rabia. Mis reproches. Te desahogas. Me río de lo que es sagrado. Contamos lo del otro en tercera persona, con la ciega seriedad de las parejas, rezando para que todo vuelva a ser lo mismo, como la última vez después de la anterior última vez. Y así, así y así.

 







 
Comparto con vosotros  dos relatos más de mi volumen de "micros", "Cabeza borradora", y que leí en el encuentro con Mikel Sanz Tirapu, en Jaca, organizado por el Ateneo Jaqués, el pasado 14 de noviembre:



(Publicado en Facebook el 2 de diciembre de 2014)

En blanco

 

Perdió la memoria un martes, 16 de febrero, lo que no consiguió recordar fue la hora, es lo que tiene la amnesia. Había olvidado los nombres de los que le humillaron, de los que le ensalzaron, de los que le ignoraron. Y eran unos cuantos. Había dejado atrás los sentimientos que le atormentaban. No tenía noción de las caras que le observaban, porque ahora todas eran nuevas, desconocidos a los que los ojos les brillaban con el dolor de no verse reconocidos. No podía atar cabos de por qué hizo lo que descubría en las fotos, en sus retratos. Desconocía el criterio con el que eligió los libros de su amplia biblioteca, cómo seleccionó a la que decía que era su esposa, lo que motivó el nacimiento de esos dos muchachos que le llamaban papá. No sentía ni alivio ni emoción, hasta eso había olvidado. Era un lienzo en blanco.

 




 
 
(Publicado en Facebook el 27 de noviembre de 2014)
 
 

Derrama todo tu amor sobre mí

 
 
 
 
Sonaba una canción de cuna. La trama, los días, el sueño. Esta mujer que se sabía la letra, que conseguía ubicar los datos sobre mí mismo en la inocencia de una existencia removida por el desamor. Hemos vivido juntos, pensaba, y a partir de este momento, separados por “libre voluntad de ambos”. Es mentira, nada queda por redimir. En esta noche incierta, bajo las estrellas que no iluminan casi nada. Basta retener la respiración para comprender que todas las horas pueden ser ésta, y todos los corazones caber en esta inmensa sima que un día se abrió en mi pecho.
 
 
 
 

 
 



 
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Aliento de vida

 
(Incluido también en mi volumen de microrrelatos "Cabeza borradora", que terminé recientemente) (Publicado en Facebook el 11 de noviembre de 2014)
 
 
Perdió aquel autobús. Se quedó sentada en el minúsculo banco de la marquesina. Llevaba días con una sucesión de malestares. Del estómago le pasaba el dolor a las rodillas. De las cervicales rodaban los pinchazos hasta los dedos. Se sentía maniatada por la vida. Recordaba de repente a aquel maniaco que asesinaba a personas al azar, en paradas del autobús, en el extrarradio, dejando en el escenario inesperadamente cotidiano de sus crímenes, entre las pertenencias de sus víctimas, una carta de póker.
 
Ni siquiera hacía frío. Era una mañana como cualquier otra. Tarde para que hubiera curritos esperando con ella. Demasiado temprano para coincidir con jubilados o amas de casa. Ese trabajo en la carnicería del híper le estaba dejando sin energías. Había tenido jefes igual de bordes. Compañeros sin sangre, o sin motivación, o sin un pelín de educación. No era eso. Llegaba con retraso y empezaba a no preocuparle. Marieta estaba en el cole, sin inmutarse por lo que antojaba al destino rondarle por la cabeza a su madre.
 
Terminó hace dos años con el padre de la criatura. Nunca hubo mucho entre ellos. Se conocieron en un bar. Siguieron yendo a un bar a tomar aperitivo y cañas. Dejaron de estar juntos un día en un bar, cuando le confesó que ya no quería seguir con él, que se había cansado de esperar a que le incluyera en su vida. Ahora le gustaría estar en un bar, un café con leche siempre le relaja.
 
“Y lo mejor de todo es que estoy bien. Marieta está enorme. Me llevo fenomenal con mi madre, hasta con mi ex suegra. En la carnicería no me pagan mal. Vamos de vacaciones al apartamento de mi amiga Clara, en Torredembarra, cada año, y nos lo pasamos bien. Me cuido, voy a la pelu cada semana, me dan un masaje reafirmante, todavía no se me han hundido las tetas, me miran por la calle. Mi niña es todo para mí y sus ojos ilusionados me llenan toda.”
 
Ha dejado pasar tres autobuses. Es como si no pudiera moverse del banco. Ha visto pasar caras desconocidas a su alrededor, bueno, la señora de gafas y chaquetón de ante la tiene vista alguna vez, pero no le saluda. Nadie se extraña de que no se monte en el siguiente autobús, sobre todo teniendo en cuenta que solamente circula una línea por esta parada. No echa de menos nada. Cuando tenía diez años menos, sí, despreciaba a su marido, soñaba con otra vida que no tenía. En estos momentos, no. Le encanta este frescor de las mañanas de otoño. Es crujiente, casi sabroso. Se siente a gusto arropada en su cazadora de piel marrón. La compró en las últimas rebajas. Le sienta bien y lo sabe. Está ahí sentada, observando cómo se desperezan los últimos vecinos del bloque de enfrente. Ha vivido en esta ciudad toda su vida, en este barrio desde que se separó. Siente el alivio del anonimato, de poder disfrutar de las miradas analíticas sin que tengan que ser furtivas.
 
Llega un nuevo autobús. A saber qué le contará al encargado cuando llegue al trabajo. Ya se le ocurrirá algo.

 
 
 

 
 
 
 
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Uno de los dos relatos (incluidos en mi volumen de microrrelatos inédito, Cabeza borradora) que leí en el recital "Poesía y Jazz" en Monzón, organizado por la Institución Ferial, presentado por Olga Asensio, y con participantes como Chusa Garcés, Estela Puyuelo y José Malvís:


 

(Publicación en Facebook el 30 de octubre de 2014)


En blanco



Le tocó la lotería. Le fallaron los amigos, le falló la cabeza, tiró hacia el monte de los desahogos, se creyó inmune, se hundió con todo el peso de las ilusiones rotas. Empezó una casa, la dejó a medias. Los demás le decían que tanto abuso... del cuerpo le llevaría a perderse. Se perdió. Tuvo miedo de ser como le habían asegurado que acabaría siendo. Desgraciadamente, no se equivocaban. Ha engordado treinta kilos. La medicación tiene casi todo que ver. Cada día se parece al anterior. Sus planes anteriores al cataclismo, se sienten tan lejos desde este cotidiano sobrevivir hora por hora, se asemejan a la realidad toda ficción de las series de la tele, a esa máquina de crear infelices, a ese desmoronado mundo en que se ha convertido todo a su alrededor. Mamá con sus pastillas, con su depresión innombrable. Papá a su trabajo, como la avestruz, como los huevos gigantes con los que nadie ha sabido todavía hacer una tortilla. Carol a su vida, suficiente tiene con sus ligues, con sus neuras, con la fragante elegancia de una mujer de las de hoy. Últimamente, hasta se siente capaz de cuidar de la abuela, ella ya cuidó de él en su momento. Fue azar, puro azar.











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Y hubo un segundo relato esa magnífica noche en Monzón, también incluido en mi volumen de microrrelatos "Cabeza borradora", inédito (pero espero que no para siempre) Sería genial que os llegara, de alguna manera a algún sitio...


(Publicado en Facebook el 28/10/2014)

 

 

 

Estribillo


 

 

En primero, le dijeron que parecía que el piano fuera su vida. En segundo, empezó a sentir que las teclas eran una extensión de sus dedos. En tercero, se dio cuenta por primera vez de ciertos matices en las composiciones que los profesores le encargaban ensayar.... En cuarto, el teclado desapareció de sus ojos y se introdujo en su mente, como un campo de batalla y creación. En quinto, uno de sus compañeros le pidió que le ayudara a sumirse en el ritmo de la música, porque era evidente que no conocía a nadie que lo hiciera como ella. Lástima que en sexto le informaran de que por estar en una silla de ruedas, nunca podría alcanzar el pedal, y con ello se malograba como maestra de piano. Le indicaron amablemente que debía olvidarse de hacer una carrera como intérprete. Lástima que el mundo esté lleno de alimañas sin corazón.









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(Publicación en Facebook, el 14 de diciembre de 2013)

Quiero compartir hoy el relato que publiqué para participar en el proyecto promovido por la editorial SM, "La primera vez que...", alentado por Begoña Oro en su blog (del que ya antes me he declarado fan)

En este relato autobiográfico recojo los primeros meses de mi experiencia londinense, porque los cinco años de mi estancia en la ciudad del Támesis habrían sido difíciles de condensar en un texto de mediana longitud como éste. Espero que os guste a los que todavía no lo conocíais.

Aporto aquí el texto, por si algún día deja de estar disponible la página web en la que está incluido:




 "La primera vez que tuve una casa nunca llegó a ser mía. Al fin una casa mía y no de mi familia. Mía gracias a esa distancia que marcó mi autonomía. Mía en la lejanía de un país extranjero.

Llegué a Londres aquel marzo previo a la Semana Santa que allí apenas celebraban, quizá allí empecé a no vivirla, a dejar la plomiza grisura de los Viernes Santos de mi adolescencia. Me esperaban los compañeros de rellano: la italiana gesticulante y deliciosa estampa tópica de su país, la francesa de inglés arrastrado y sinceramente gabacho; los dos jovencillos alemanes de estampa curiosa, o bigotillo extravagante o melena a lo Woodstock en la plenitud de los años 90 de un Londres popero y bullicioso.
Teníamos de discretas vecinas a unas hermanas de la entonces todavía viva y sin beatificar, Madre Teresa, con sus hábitos católicamente saris, sus sandalias con calcetines, sus caras de monja, su fino exotismo.

Aquel mismo año en que llegué, entraron en mi habitación por la puerta desvencijada a golpes, unos ladrones que al revisar mis pertenencias, con las prisas no supieron encontrar lo poco valioso que guardaba en el ropero. Ese 1993, sí, veinte años de nada, aprendí a no derretirme con la calefacción a la que no estaba acostumbrado. Creí saber lo que significaban la melancolía, el dolor, y en realidad me faltaba algún palo más fuerte para conocer de lo que se habla en esos casos.

Mi primera casa, o la que tuve por primera vez, de cuando en cuando no parecía mía. Era desangelada, un pelín tristona, incluso un poco fea. Y sin embargo, por primera vez era mía. Mía esa habitación cutre que me correspondió dentro de lo que un día todavía más lejano, fue el hogar de una familia, y que entonces era una sucesión de habitaciones con cocinilla. Compartíamos el retrete, una ducha mugrienta, y también largos pasillos en los tramos enmoquetados de una escalera común. Entonces me pareció todo menos British.

Parece mentira que a pesar de todos esos factores en contra, fuéramos capaces de crear una pequeña comunidad entre todos esos expatriados de diferentes pelajes y parecida tierna edad, ninguno alcanzábamos la treintena. Montábamos fiestecillas, alternando de habitación en habitación. Las confidencias entre nosotros llegaron poco a poco. Se amontonaron, las íbamos acumulando entre todos, las pequeñas rutinas, las experiencias más o menos traumáticas, las soledades, los matices, y por encima de todo las carencias.

Con el tiempo, alguno de los integrantes iniciales voló con otros rumbos. Kai se decidió por Canadá, y allí se enamoró una ocasión más de la belleza. Anna regresó a su amada Merate, al borde del lago, al pie de las montañas. Laure se fue de “au pair” a los Estados Unidos. Y sus primeras cartas sonaban optimistas. Las demás no las escribió jamás, tenía cosas más perentorias que vivir.

Llegó entonces la sueca con tendencia a la depresión, y a una cierta obesidad del alma. Llegó también, y se fue con manos más vacías de lo que aterrizaron en Heathrow, el español que pretendía le vinieran a buscar a casa con las ofertas de trabajo. No ocurrió, claro.

Algo más tarde apareció elegante en su multicultural exotismo, la medio española, medio iraní. Fue ella quien una noche llamó a mi puerta, asustada por unos muy intensos dolores en el bajo vientre. Acabamos en Urgencias. Para cuando el eficiente sistema sanitario británico de la época le atendió (la Thatcher ya había hecho de las suyas entonces, si bien todavía no había hospitales en los que los pacientes se murieran por falta absoluta de atención, eso ocurre ahora), a mi compañera de casa ya se le habían pasado las molestias, y nos volvimos a nuestro humilde hogar, con sueño, mucho sueño.

 
 


(Foto de Luis Moreno Soler)



 Fue una etapa de descubrimientos. Nunca había probado hasta ese momento un vino joven, ligeramente gasificado, bastante dulzón y maravillosamente barato. En efecto, el Lambrusco no había llegado por entonces a España, y en esa ciudad cara, cara, era el milagro de los panes y los peces. Por apenas poco más de dos o tres libras, podías beber ese amago de vino. No fue todo lo que descubrí. Nunca había conocido la cortedad de miras de algunos compañeros de trabajo, la discriminación por ser extranjero, la ruindad de algunos que te rodean, la miseria moral de tantos. Los exploradores de todos los tiempos han llegado a la fácil conclusión de que los obstáculos allanan el camino del futuro, y sin embargo, a menudo esos inconvenientes son como sabandijas que roen el caminar del momento en que las enfrentas.

Era como si el tiempo fuera elástico. El primer año en Londres voló a una velocidad de bólido interplanetario. El último año allí, el que sería mi quinto y último de entre los que fondeé a las orillas del Támesis, transcurrió lento y plácido como un meandro al final del recorrido de un río exageradamente tranquilo. Los primeros meses, por el contrario, fueron frenéticos. Parecía que la vida me tuviera reservadas todas las vivencias, todas las sorpresas, todos los tumultos de la experiencia, todos ellos exclusivamente para mí. El ritmo era agotador. Nuevos trabajos, nuevos conocidos, nuevos compañeros de clase en cursos de inglés, nuevas calles, nuevos batacazos sentimentales y afectivos, nuevas palabras para una novísima expresión en una lengua que empezaba a no ser tan extranjera. Y la novedad resulta siempre excitante y adictiva.

Ya no podía dejar los cálculos a otros. “Tanto para salir el fin de semana. Este tanto, que es tan poco, para comprar naranjas y no acabar poco menos que con botulismo. Con algún pequeño tanto, y reduciendo de aquí y de allá, voy subsistiendo.” Aunque el riesgo de perecer por inanición persistía. El alquiler por las nubes, el salario por los suelos, los precios de las copas en los pubs, el lujo asiático de viajar en metro, quitaban el aliento a cualquiera. Era complicado llegar a ninguna parte con semejante lastre. Miraba alrededor y me preguntaba si los demás tenían también tan limitadas las posibilidades de sobrevivir, y cuando la ropa y los ademanes indicaban lo contrario, sentía una envidia sana e intentaba al mismo tiempo llenarme de la sana esperanza de alcanzar ese nivel algún día.

El teléfono público del rellano de la planta calle era nuestro punto de conexión con la vida que habíamos dejado atrás. Supongo que nuestros padres, nuestra familia en general, habrían deseado abrir un agujero de periscopio en esa pared, a la altura de ese aparato salvador. Y a ser posible, haberlo extendido como un tentáculo a lo largo de los pasillos y poder entrar en cada una de nuestras habitaciones. Para quedarse tranquilos, habrían dicho, y habría sido al contrario, se habrían horrorizado al contemplar lo que según el caso, podía parecer más o menos desidia, o desorden, o simplemente carencias de todo tipo.
Me alegro de haberme dejado acariciar al extremo de ese auricular aporreado por el uso inmisericorde de tantos inquilinos, acariciar por las voces de mi abuela (cariñosa, preocupada, siempre alerta), de mi madre (con voz desgarrada, emocionada, ilusionada también), de mis hermanos (envidiosos, o pasotas, o ensimismados en sus propias vidas); ese nexo con mi yo anterior fue fundamental para mantenerme cuerdo. Fue chocante, como cuando anuncié que me marchaba a Inglaterra, me repitieron tanto que no aguantaría ni dos meses sin volverme a casa, estaba a todas horas deseando demostrarles que podía. Y pude, vaya si pude.


 La primera vez que tuve una casa, no llegó a ser mía. Y sin embargo, la experimenté de una manera tan ansiosa, tan implicada, tan profunda, que mereció ser mía. ¿Seguirá recibiendo a proyectos de persona madura? ¿Continuará asistiendo impávida al modelado de caracteres, como lo hizo conmigo? Una de estas veces que vuelva a Londres, he de recuperar esos recuerdos, paseando melancólico al menos hasta la puerta de esa casa primera, casi primigenia, y de esa manera respirar con estos otros pulmones míos, más fortalecidos por los golpes, ese aire que no será siquiera parecido."



http://www.laprimeravezque.literaturasm.com/?p=283


 


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